domingo, 13 de diciembre de 2015

EUGENIA, FORTALEZA DE ESPIRITU

"Toda cubierta de sangre
 Aquella infeliz cautiva,
 Tenía dende abajo arriba
 La marca de los lazazos.
 Sus trapos hechos pedazos
 Mostraban la carne viva"  Martín Fierro.

Argentina, enero de 1822
En un camino polvoriento, una carreta  cargada de bienes personales, se desplaza lentamente hacia nuevos horizontes.
Pedro y Eugenia, sentados uno junto al otro en el estrecho pescante, entretejen sueños y planes. Detrás, en una canasta bien protegida, duerme un niño pequeño.
Pedro es maestro y esta es la primera posibilidad que se le da para ejercer su profesión tantas veces postergada.
Con tristeza, pero ilusionados, abandonaron la casa paterna de Eugenia que hasta ese momento los albergó.
Su destino era Santa Magdalena, un pueblito al sur de Córdoba, lindero con las fronteras de Buenos Aires.
Eugenia cierra sus ojos y apoya la cabeza sobre el hombro de su marido y comienza a imaginar su propia casa. Pequeña, de blancas paredes, custodiada por un robusto algarrobo de copa ancha y tupida; un arroyo correría cerca de su hogar, ofreciéndoles su agua fresca. Adormilada por el constante traqueteo, sonrió feliz.
De repente un sonido extraño, rompe la quietud del paisaje. Levanta sobresaltada la cabeza y mira a su alrededor. Pedro, nervioso, toma el trabuco.¿Qué sucede?
Un grito de espanto se le queda atorado en la garganta. Indios. Un malón. Muerte.
Eugenia los ve envueltos en una nube de polvo, salvajes ranqueles montados en sus caballos y armados con boleadoras y lanzas. Intenta tomar en brazos a su pequeño, pero las ruedas saltan y ella cae de la carreta.
Pedro les dispara. La mano le tiembla y el disparo se desvía, sin embargo una lanza enemiga acierta en el corazón del hombre.
María grita, grita hasta convertirse en un alarido intenso. Un golpe seco en la nuca la calla hundiéndose en la oscuridad.
Cuando despierta está cautiva en una toldería. El primer pensamiento es para su marido. "Recé para que mataran a mí también. Pero mi suerte fue peor que la muerte", pensó abatida."Y mi hijito, ¿dónde está mi hijito?".No pregunta por su niño, teme hacerlo, aunque su corazón de madre le asegura que sigue vivo. 
Un ranquel, soberbio y altanero, entra en la vivienda, un toldo de cuero de caballo. Clava su mirada preñada de lascivia en ella y la toma por la fuerza, salvajemente. Ella primero se resiste, pero después se resigna a su destino.
Sus otras mujeres, dos indias y una blanca, prisionera desde niña, la maltratan por celos. Cada vez que Eugenia va la monte a recoger leña, la esperan agazapadas detrás de algún caldén y la golpean con brutalidad. Busca con precaución a su hijo en la toldería, no lo halla. Su alma llora.
Las tareas más pesadas son su responsabilidad. Además de acarrear agua y leña, debe cuidar el ganado soportando el intenso sol del mediodía, en verano o un frío que le cala los huesos, en invierno. La obligan a participar del curtido de cueros, algo asqueroso. Sus manos quedan tan lastimadas, que por un tiempo pierde el sentido del tacto.
En la primavera queda embarazada y a principios del verano aborta naturalmente. Pierde tres embarazos más y su captor la acusa de estar maldita. "Tu vientre escupe mi simiente, Pillén te ha engualichao' ", la desprecia invocando a su dios, espíritu maligno que habita en los volcanes. Nunca más la vuelve a tocar. Por primera vez Eugenia es feliz, no más noches tormentosas en que manos rudas acarician su cuerpo, no más...
Una calurosa mañana, un aullido desgarra el descanso de la toldería anunciando la peste, el azote del cielo, como la llaman los indios.
El cacique, sus capitanejos y la machi (bruja) se reúnen en asamblea. Al concluir la curandera la busca y la abofetea. Inmediatamente comienza a recitar un discurso violento en quechua. Se la culpa por la desgracia que se ha desatado sobre ellos.
La expulsan de la toldería por considerarla hija de Mandinga. La vieja desdentada le lanza una tremenda maldición : "Ikumi ususi sapay urqu saxsay" ( mujer, hija del demonio, que el monte te devore hasta hartarse).
Antes del amanecer, Eugenia abandona la aldea, sin agua, sin alimentos, sin caballo. Es una condena a muerte, pero respira aliviada...¡es libre!
Camina sin descanso, los pies descalzos le sangran; los labios, resecos, agrietados. La garganta se le cierra a causa de la sed.
Por las noches duerme acurrucada, tiritando, debajo de los espinillos.
Alguien la encuentra casi muerta, tendida en el suelo árido y pedregoso. Cree soñar con agua fresca derramándose sobre su boca. ¡No, no es un sueño! Empieza a toser y al espabilarse se encuentra rodeada por rostros que la observan con pena.
"¡Angeles!, aunque un poco feos y sucios para ser ángeles", piensa maravillada. En realidad, no son ángeles, son soldados.
Uno de los oficiales, consternado por su historia, se ofrece a llevarla junto a su padre y ella acepta dichosa.
Su alma clama gozosa: "El calvario ha terminado, mi gran dolor es haberte perdido Pedro, mi adorado Pedro. Por nuestro amor te prometo que surgiré de las cenizas , me haré fuerte y no descansaré hasta encontrar a nuestro hijo. Es una promesa".





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